Ginés Marín venía de dejar retazos frente a su primero, un animal que prometía rebosándose pero que se perdió a medio camino, apagando las brasas en los últimos lances, que precedieron a una estocada que precisó descabello, a lo que recibió una fuerte ovación. Para cerrar tarde, le salió de toriles otra de esas pinturas tan golosas a la retina como temblorosas a las femorales, dulce pero seria. Más allá de puyazos al relance y un ir y venir distraído, poco se le vio al animal previo a la franela, perdido. No se dio por vencido Marín, desenvainando el cuchillo para ponérselo entre los dientes en busca de su pan. Partiendo desconcertante el burraco, no gustó de inicios ni de mediados, rajándose a cada poco, embriagado con los aires de toriles. No le bajó los brazos Ginés, que a base de rodarlo y cocinarlo en fogones calurosos, se buscó en terrenos del morlaco, y allí se encontró con lo mejor de ambos, levantando oles que parecían ya idos a dormir tras lo vivido en el cuarto, montando un jaleo de quilates por derecho, poniendo la entrega que faltaba, cargando la suerte y atacando sin tapujo. Estocada puso que tardó en hacer muerte, llegando a sonar dos avisos pero finiquitando finalmente. Hubo petición de oreja, de menos a más, como la faena. Pero el presidente no la consideró oportuna.